jueves, 27 de marzo de 2014

¿ES NECESARIO MODIFICAR NUEVAMENTE EL CONTROL DE IDENTIDAD?


Se ha reanudado por el Senado de la República la discusión en torno a un proyecto de ley que pretende modificar la ley Orgánica Constitucional de Carabineros, introduciendo el denominado “Control de identidad preventivo”, el que pretende ampliar las facultades de Carabineros permitiendo controlar de identidad a las personas por el solo hecho de encontrarse en lugares determinados, como edificios públicos y en sus inmediaciones; o bien en lugares que la misma policía califique como “lugares o zonas donde sea previsible, la ocurrencia de hechos delictuales o que pongan en riesgo la seguridad o el orden público”. La pregunta que todo operador del sistema de justicia penal, legítimamente, puede hacerse es si acaso es necesario dotar de estas facultades preventivas a la policía o por el contrario, resulta inadecuado dado el contexto actual de la normativa vigente, y la respuesta por varios motivos apunta en el sentido contrario. Primero que todo, debemos tener presente que un control de identidad es una detención en sentido material. En efecto, todo control de identidad que en la literatura especializada se denomina detención por averiguación de identidad, es una forma más de detención de acuerdo al derecho internacional de DDHH. Es decir, toda vez que la persona controlada por la policía no puede desplazarse libremente hacia otro lugar mientras dura la diligencia efectuada por un agente del Estado, se está afectando concretamente su derecho fundamental a la libertad. Por lo anterior, es que nuestro Código Procesal Penal, en el artículo 85, estableció que estos controles se efectuaran en casos fundados y luego exigió un elemento fáctico-jurídico para regular la procedencia del control policial: el indicio, es decir la situación que permita al policía suponer la existencia de un delito, entre otros elementos y su conexión con el sujeto controlado. El problema es que esta institución del control de identidad, que vino a superar el anacronismo de la detención por sospecha que era incompatible con un estado democrático, desde su creación en 2000, ha sido modificada en 2002, 2004 y 2008, ampliando los plazos de control desde cuatro hasta 8 horas y robusteciendo sustantivamente las facultades de registro sobre personas, vestimentas, equipaje y vehículos, aplicando control a sujetos encapuchados, etc., además de permitir una serie de diligencias que se pueden llevar a cabo por la policía en el mismo lugar o en dependencias policiales, pudiendo averiguar no solo la identidad, sino los antecedentes de la persona. Todo esto sin supervisión de un fiscal ni de un juez y sin presencia de un defensor. Por lo anterior, parece innecesario dotar de aún mayores facultades a la policía en este ámbito, cuando las que hoy existen son suficientemente amplias e intrusivas para lograr los objetivos tenidos en mente por el legislador, esto es controlar preventivamente la identidad a personas en la vía pública para evitar la ocurrencia de delitos y procurarse evidencia de hechos ilícitos, lo que se ve corroborado por su profusa utilización, tal como lo demuestran las cifras de controles de identidad que se llevan cabo en nuestro país: más de dos millones de procedimientos al año, según datos de Carabineros. Pero además de lo referido, es necesario apuntar a los problemas que conlleva este Proyecto y es que introduce supuestos demasiado vagos, que quedan entregados a la mera discrecionalidad policial, impidiendo toda fiscalización ulterior por parte del sistema de justicia penal. Lo anterior, por ejemplo, coloca a las personas que se encuentran en determinados lugares e inmediaciones como simples objetos de control y eso es complejo, puesto que la legislación internacional para respetar los principios de mínima afectación de la libertad personal y proporcionalidad, establece un parámetro básico para distinguir el ámbito de intrusión de la policía sobre el sujeto meramente controlado de identidad y este es la distinción entre sujeto sospechoso y no sospechoso. Por cierto, cuando existe un indicio de la participación de una persona en un crimen se justifica la acción policial preventiva intrusiva, pero asimismo esta legitimidad desaparece si solo se trata de la ubicación de una persona en determinado lugar sin existir sospecha fundada de su conexión con un hecho punible. La probabilidad de restricción de la libertad personal en un estado de derecho democrático debe estar estrictamente regulada y ser excepcional, prefiriéndose que esta se efectúe de manera más severa en el ámbito del proceso penal y evitando la injerencia de la actividad estatal preventiva exenta de control jurisdiccional, salvo en casos debidamente justificados, lo cuales ya están profusamente establecidos luego de sucesivas reformas, en la actual normativa sobre control de identidad. Claramente, la seguridad ciudadana se puede cautelar de manera más efectiva con variados instrumentos que permitan brindar mayor seguridad a la población general, como el enfoque local de la seguridad pública, criterios más eficientes de persecución, evitando el deterioro social de determinados territorios, etc., y no expandiendo la actividad policial desmesuradamente con un instrumento como el control de identidad, que ya en la actualidad aparece sobregirado en la estricta correspondencia que este tipo de mecanismos debe observar con la Constitución Política y la normativa internacional de derechos humanos, vigente en nuestro país.

jueves, 6 de octubre de 2011

EL RECURSO DE NULIDAD POR ERRÓNEA APLICACIÓN DEL DERECHO EN LA DETERMINACION JUDICIAL DE LA PENA

I. Introducción :
Desde antaño ha existido la idea, casi unánime en la doctrina y por cierto en la jurisprudencia de nuestros tribunales, de que la determinación judicial de la pena en general se encuentra situada en un reducto inexpugnable, un terreno reservado sólo para la decisión irrebatible de los tribunales, donde el juez, dentro de las reglas establecidas para el marco legal de la pena aplicable al caso, puede moverse con soberana libertad.
Sin embargo y desde hace un tiempo en distintas partes del mundo, la literatura especializada ha venido cuestionando con fuerza esta premisa y subrayando la incoherencia sistémica que significa contar con una acabada y notable creación doctrinaria en materia de la teoría del delito y su relación con el castigo penal asociado, para luego, al final del proceso de individualización de la pena, dejar toda esta arquitectura jurídica entregada al arbitrio judicial, justamente en su precisión más sensible respecto del sujeto de aplicación del castigo.
Lo anterior y sin duda, junto con parecer fuera de lógica, resulta también complejamente contradictorio desde el punto de vista de las garantías, es decir, mientras todo el sistema penal dogmático de gran precisión y el sistema procesal acusatorio cautelan que el hecho punible atribuido a un sujeto sea precisado jurídicamente, conocido y acreditado procesalmente de acuerdo a principios materiales y formales que a esta altura son incuestionables (legalidad, culpabilidad, fragmentariedad, derecho a defensa, presunción de inocencia, entre otros), que en síntesis vienen a constituir un límite al arbitrio del Estado y un resguardo de la persona humana frente a la coerción estatal, no resulta entonces plausible que la mensura de la pena dentro del marco legal sea entregada a la total discrecionalidad del Juez y que por esta vía ingresen una serie de elementos, como juicios morales o de peligrosidad e incluso se produzca una valoración doble en perjuicio del condenado, que distorsionan en definitiva la coherencia sistémica organizada sobre la base de una construcción orientada hacia la estabilidad del Estado de Derecho.
Junto con lo anterior, resulta indispensable para lograr un continuo virtuoso en el proceso, que la determinación judicial de la pena se efectúe sobre fundamentos claros, racionales y explícitos que permitan un adecuado control ulterior, de la misma forma que se mantiene una estricta regulación y control cruzado de las demás fases de conocimiento, juzgamiento y asignación del castigo penal.
De acuerdo a lo anterior, se ha venido desarrollando una doctrina potente que ha comenzado a plantearse cada vez con mayor dedicación la necesidad de establecer una base teórica firme para la decisión en la que se selecciona la sanción punitiva a aplicar. Incluso, quienes no se muestran partidarios de una mayor limitación de la discrecionalidad judicial al momento de la determinación de la pena y abogan por un “razonable equilibrio entre criterios generales de derecho positivo y orientaciones concretas de la doctrina y la propia jurisprudencia”, reconocen que “la traslación de la responsabilidad hacia los jueces mediante la fijación de marcos punitivos excesivamente amplios ha traído consecuencias negativas para la igualdad de la determinación de la pena”
No obstante lo señalado, es pertinente clarificar que en Chile el grado de discrecionalidad del juez en la asignación del castigo se mueve dentro de un acotado marco legal. Es sabido, que nuestro legislador decimonónico, fiel a la doctrina racionalista imperante en la época, redujo al máximo el nivel de decisión y de arbitrio del juez penal, precisamente como una manifestación de la fe en la razón expresada en la ley positiva y en claro desdén de la facultad de decidir del juez de la causa.
En razón de lo anterior, se estableció un pormenorizado catálogo de reglas destinadas a precisar la pena atribuible al caso concreto y a estrechar el margen de decisión del juez, pero aún así, quedan aspectos que inciden en el quantum de la pena que soporta el condenado y que resultan entregados por la ley a la ponderación supuestamente libre del juez.
Es en estos aspectos donde cabe preguntarse si es plausible la posición de la soberanía irrestricta del juzgador al momento de precisar jurídicamente los elementos que va a considerar en orden a la determinación final de la pena o si por el contrario dicha facultad debe necesariamente someterse a reglas generales, pautas teóricas y criterios normativos que se expresen en fundamentos explícitos, que den cuenta justamente de una decisión racional acotada, como una forma de proteger al sentenciado del rigor excesivo del castigo y de la interpretación errónea del derecho en el ejercicio determinativo.
La existencia de un sustento teórico-racional que, de forma general, influya en la decisión jurisdiccional de la determinación de la pena y que a nuestro juicio existe y procede, permite su control posterior de forma más eficaz, teniendo en consideración que en derecho ni siquiera la discrecionalidad como tal queda exenta totalmente de un control jurídico a posteriori al ser espacios acotados de decisión entregados por voluntad del legislador, de manera tal que el operador debe dar cuenta de los motivos como de la racionalidad de lo decidido y en especial de la finalidad, por la cual se concede ese espacio de discrecionalidad, que en general dice relación con la eficacia de la decisión que en este caso es la imposición de una pena justa .
Un punto complejo es que, salvo contadas publicaciones y trabajos especializados, los tratadistas y penalistas en general no abordan exhaustivamente la cuestión de la pena concreta o la pena judicialmente precisada, como si ocurre, por el contrario y como señaláramos con la teoría del delito e incluso en el terreno mismo de la pena, con la nutrida y sustanciosa literatura que existe sobre la pena en cuanto a su análisis epistemológico y a su funcionalidad sistémica, de manera tal, que existe un sustrato doctrinario débil y escaso al que recurrir al momento de sustentar una posición en esta materia, por cierto disidente de la generalmente considerada y aplicada por los tribunales nacionales.
Debido a esto y a otras razones, el ejercicio de la concreción de la pena por el juez pareciera que, en algunos casos, fuera incensurable e inimpugnable mediante el sistema recursivo procesal penal existente hoy en día, ya sea por la vía de la apelación cuando procede o por la vía de la nulidad, rechazando los tribunales en su mayoría ceder esta “porción de discrecionalidad” que resta al momento de ajustar la pena a derecho.
En el presente trabajo abordaremos la posibilidad de recurrir de nulidad respecto de las sentencias cuya determinación de la pena por parte del juez del caso, se ha hecho con errónea aplicación del derecho aplicando en consecuencia una pena más gravosa que la que correspondía, para lo cual comenzaremos dilucidando si aquello tiene cabida teórica en nuestro ordenamiento jurídico, es decir, si existe la posibilidad de que el juez pueda incurrir en un error in iudicandi al momento de ajustar el castigo penal a determinadas normas y criterios cuya ponderación aparece como entregada por la ley al juzgador y en segundo lugar de qué forma y en qué casos dicha situación se puede verificar e impugnar.

II. La pena y su determinación legal
La pena es en definitiva la reacción frente al quebrantamiento de la norma y en cuanto tal, al menos en nuestro ordenamiento jurídico, se le asigna al individuo que por medio de una sentencia firme ha sido declarado responsable de un delito, la pérdida o limitación de determinados bienes jurídicos, impuesta según la ley por los órganos jurisdiccionales .
De esta forma, siendo la pena una pérdida o limitación de bienes jurídicos de forma coactiva, es necesario establecer el límite de la injerencia en los bienes del afectado por el actuar del Estado mandatado como consecuencia de la aplicación de un castigo penal. Esa delimitación conlleva justamente individualizar la pena que viene a ser el acto por el cual el juez pondera la infracción a la norma y la transforma en una medida de pena determinada.
Siguiendo a Mir Puig , se puede hablar en materia de Determinación de la Pena de tres fases: una legal, una judicial y posteriormente una penitenciaria. En atención a esta trilogía se puede observar cuál de las fases señaladas tiene mayor relevancia en el sistema normativo y doctrinario del país, permitiendo evidenciar cuál es el aspecto de mayor peso al momento de la individualización del castigo penal, pasando, como ejemplo, desde el caso más paradigmático de discrecionalidad judicial con las sentencias indeterminadas propias del welfarismo penal de los años 60 en Estados Unidos, a los sistemas más rigurosos de hoy en día que se apartan de la indeterminación.
Ciertamente, es la inseguridad jurídica, como bien anota Mir Puig , lo que mueve a desconfiar del tratamiento indeterminado, ya que puede transformarse en un peligro para el condenado, quien puede ver aumentado el castigo por motivos que exceden los que la ley prevé y que la sentencia debe exactamente fijar. Lo anterior, no obsta a que exista un margen de diversidad en el tratamiento de la pena, en especial en los delitos menos graves por una cuestión de prevención general. Así ocurre en Chile con la concesión de beneficios alternativos a la pena privativa de libertad de la ley 18.216, la que en definitiva opera como una suspensión de la pena o una suerte de pena alternativa a aquellas sanciones penales que conllevan una restricción de la libertad personal. Asimismo ocurre en las instituciones de las salidas alternativas en el marco del proceso penal.
Pues bien, justamente la inseguridad jurídica es la que se debe evitar, máxime si esta se presenta como una exasperación del castigo que debe soportar quien ha quebrantado la norma.
En el ejercicio mismo de la determinación legal de la pena debemos a su vez reconocer etapas como son la fijación del marco penal y la concreción de dicho marco. En la primera fase se observa la conjunción de diversos elementos como son el título de castigo, el iter criminis, la autoría y participación y los concursos de delitos; y en la segunda fase corresponde entonces, la ponderación de las circunstancias modificatorias de responsabilidad criminal.
Posteriormente y siempre siguiendo a Mir Puig, corresponde la determinación judicial de la pena, ya sea en sentido estricto o amplio, lo que resulta perfectamente aplicable a nuestro ordenamiento jurídico-penal.
Mediante la determinación judicial de la pena en sentido estricto el juez, dentro del marco penal concreto se mueve supuestamente a su arbitrio. A su vez, por medio de la determinación judicial de la pena en sentido amplio, el juez decidirá si concede o no un beneficio alternativo a la pena privativa de libertad o si aplica alguna de las salidas alternativas del proceso penal.
Así, con este esquema resulta más adecuado y comprensible el análisis al que someteremos el actuar del juez en la concreción final de la pena en cuanto objeto de ser susceptible de impugnación mediante un recurso de nulidad por error de derecho que haya influido sustancialmente en lo dispositivo del fallo condenatorio.
Desde luego, la distinción entre la determinación del marco penal concreto conforme a la ley y la determinación judicial de la pena en sentido estricto, nos permite observar dónde existe mayor posibilidad de objetar el ejercicio determinativo e invocar el control jurisdiccional del error in iudicando y su enmienda conforme a derecho.
Señalaremos en este punto un caso a manera de ejemplo para luego, a la luz de lo expuesto, intentar resolverlo conforme a nuestra propuesta: un sujeto sin antecedentes penales ni ningún tipo de investigación penal precedente, es condenado como autor del delito consumado de robo en lugar habitado actuando con otro sujeto que también es condenado en la misma calidad. No obstante el primero aportó datos importantes durante la investigación fiscal que dieron resultados relevantes para la pesquisa policial y fiscal. Durante la comisión del delito se encentraba el hijo menor de la familia con discapacidad que se vio especialmente alterado con el hecho.
El juez al momento de fallar: condena al primer sujeto a la pena de 7 años, pues no reconoce la colaboración sustancial a la investigación del artículo 11 N°9 del Código Penal y compensa las circunstancias modificatorias: la agravante de la pluralidad de malhechores del artículo 456 bis N° 3 del Código Penal con la irreprochable conducta anterior del artículo 11 N° 6 del Código y pudiendo recorrer todo el tramo de la pena, esto es de 5 años y un día a los 10 años de presidio mayor en su grado mínimo, la fija en 7 años en atención a la mayor extensión del mal causado de acuerdo a lo dispuesto en el artículo 69 del Código Penal, debido a la situación de stress sicológico que sufrió el niño que se encontraba en el momento del robo.
Con el ejemplo referido y suponiendo que no existe algún vicio referido a la motivación de la sentencia o a la valoración de la prueba, ¿es posible recurrir por la vía del error de derecho del artículo 373 letra b) del Código Procesal Penal respecto de la determinación exacta de la condena?

Excurso: el recurso de nulidad por errónea aplicación del derecho:
Desde que se optó por el legislador por establecer en el proceso penal reformado un recurso de carácter excepcional y de derecho estricto como es el recurso de nulidad para corregir eventuales vicios que se produzcan en la sentencia definitiva o en el proceso que conduce al fallo, se entiende que las causales previstas por el legislador para recurrir en contra de la sentencia condenatoria en materia penal deben ser interpretadas en sentido restrictivo es decir de una forma tal que solo proceden respecto de violaciones normativas no admitiéndose de ninguna manera una revisión de los hechos apreciados y juzgados por el tribunal a quo, en orden a preservar el sentido primordial que debiera tener el juicio oral dentro del proceso penal.
Nuestro sistema procesal penal contempla un recurso de nulidad de aquellos que, dentro del contexto de recursos de nulidad o casación previstos en los diferentes procesos penales en el mundo, permite una revisión de los errores graves que se presentan en el proceso o en la sentencia teniendo como paradigma precisamente la corrección del error notable más que el cumplimiento ritualista de formas. Así además lo han venido entendiendo los tribunales superiores apartándose de una línea más formalista que existió en un comienzo, tornando de esta forma al recurso en una posibilidad efectiva de revisión de los vicios de derecho de carácter grave que se susciten en la decisión jurisdiccional del tribunal inferior o en el proceso donde recayó justamente dicha resolución.
El recurso de nulidad es un recurso extraordinario que se interpone por la parte agraviada por una sentencia definitiva dictada en procedimiento ordinario, simplificado o de acción privada, ante el tribunal que la dictó, con el objeto de que el superior jerárquico que sea competente, en conformidad a la ley, invalide el juicio oral y la sentencia, o solamente esta última, cuando en la tramitación del juicio o en el pronunciamiento de la sentencia se hubieren infringido sustancialmente derechos o garantías asegurados por la Constitución o por los tratados internacionales ratificados por Chile que se encuentran vigentes o cuando, en el pronunciamiento de la sentencia, se hubiere hecho una errónea aplicación del derecho que hubiere influido en lo dispositivo del fallo.
De la definición anterior resulta evidente el carácter extraordinario y de derecho estricto del recurso, lo que en consecuencia proscribe la posibilidad de enmendar los hechos tenidos por acreditados por el tribunal a quo. El recurso debe necesariamente circunscribirse a las causales prescritas en los artículos 373 y 374 del Código Procesal Penal, ya sea se trate de error in iudicando o in procedendo.
El artículo 373 letra b) del Código Procesal Penal prevé la nulidad del juicio oral y la sentencia definitiva que recae en él cuando el tribunal inferior ha incurrido en una errónea aplicación del derecho que ha influido sustancialmente en los dispositivo del fallo.
Esta norma apunta a “el respeto de la correcta aplicación de la ley (elemento que informa el recurso de casación clásico, orientado a que el legislador tenga certeza de que los jueces se van a atener a su mandato), pero ampliado en general a la correcta aplicación del derecho, para incorporar también otras fuentes formales integrantes del ordenamiento jurídico” .
Claramente aquí, de lo que se trata es que el sentenciador al momento de dictar sentencia definitiva se someta íntegramente al ordenamiento jurídico, es decir a las normas existentes y a los principios del derecho, además del resto de las fuentes que informan el ordenamiento jurídico.
Esta causal busca determinar y proteger la seguridad y certeza jurídica que deben existir en la aplicación del derecho , al perseguir anular los errores cometidos en la dictación de la sentencia, errores que deben tener una trascendencia e importancia dada por la misma norma del artículo 373 letra b) del Código Procesal Penal que exige que la errónea aplicación del derecho influya sustancialmente en lo dispositivo del fallo, lo que a su vez se ve refrendado en la norma del artículo 375 del mismo Código que recoge una idea similar.
Los efectos del recurso de nulidad por errónea aplicación del derecho, en esta materia específica, pueden llevar a que el tribunal superior acogiendo el recurso declare la nulidad del juicio oral y la sentencia o bien anule solo esta última, así como también, de acuerdo a lo dispuesto en el artículo 385 del Código Procesal Penal, el tribunal ad quem puede dictar una sentencia de remplazo en casos en que se impone una pena superior a la que legalmente corresponde.

III. La determinación de pena y la errónea aplicación del derecho
Como señaláramos más arriba, a pesar de la insistencia de cierta doctrina y de la jurisprudencia mayoritaria en mantener la individualización del castigo penal, ajeno a la impugnación por la vía recursiva y en especial de nulidad, toda vez que se supone éste como un ejercicio discrecional del juez -una potestad privativa del órgano jurisdiccional-, resulta cada vez más aceptada, al menos teóricamente , la posibilidad de recurrir en contra de la sentencia definitiva condenatoria por la vía del recurso de casación o nulidad y en nuestro caso por el artículo 373 letra b) del Código Procesal Penal en materia de determinación de la pena.
La afirmación anterior se ve reforzada jurídicamente por razones de texto legal en el contexto del sistema procesal penal reformado.
En primer lugar la norma del artículo 343 del Código Procesal Penal, introducida en 2005, con la reforma al Código por la ley 20.074, establece lo que se conoce en la práctica como la audiencia de determinación de pena y en la doctrina como cesura del juicio , que significa en términos concretos la división del debate y que consiste justamente en la separación de todo aquello referido a la determinación de la pena de lo estrictamente relacionado con el hecho imputado, la participación en éste y la culpabilidad que cabe en el hecho reprochado.
La separación del juicio oral en fases distinguibles de acuerdo a sus fines, una para establecer la participación culpable o no en el delito por el cual se acusa y la otra para la determinación final de la pena, exige por parte del Tribunal una especial y diferenciada argumentación y estructura lógico- normativa de su decisión. De la misma forma como está obligado a hacerlo respecto del establecimiento de la responsabilidad culpable del acusado, el juez debe efectuar una labor argumentativa conforme al ordenamiento jurídico en relación a la mensura de la pena y en consecuencia la decisión errada conforme a los criterios que más adelante expondremos puede conducir a su impugnación por la vía de la errónea aplicación del derecho mediante el recurso de nulidad.
Asimismo, de acuerdo a la norma del artículo 342 del Código Procesal Penal sobre el contenido de la sentencia, en su letra d), se señala la obligación de incluir en la sentencia definitiva por el juez penal las razones legales o doctrinales que sirvieren para calificar jurídicamente cada uno de los hechos y sus circunstancias y para fundar el fallo.
La fundamentación de la individualización de la pena como obligatoria para el juez se puede analizar desde dos puntos de vista, desde el formal en el sentido de la motivación y completitud del fallo que puede ser impugnado por la vía del motivo absoluto de nulidad del artículo 374 letra e) del Código Procesal Penal, o bien desde el prisma de la argumentación jurídica necesaria para efectuar el ejercicio de subsunción típica y el establecimiento de la participación culpable y por cierto también en el proceso de la determinación de la pena precisa aplicable al caso concreto.
Aquí, efectivamente se puede provocar una infracción de derecho, la que se produce de tres formas: cuando el juzgador vulnera de forma evidente el texto legal; cuando vulnera el verdadero sentido y alcance de una norma jurídica que sirvió de base para la dictación de una sentencia y asimismo, cuando el sentenciador deja de aplicar una norma jurídica.
De esta manera, el juzgador al momento de la individualización de la pena, cuando debe aplicar razonablemente determinados parámetros o criterios o bien efectuar un ejercicio exegético respecto a determinada norma jurídica, puede incurrir en una errónea interpretación o aplicación del derecho que no se puede desdeñar con el argumento de la discrecionalidad otorgada por el legislador, por cuanto el razonamiento o argumentación jurídica utilizado en la sentencia y exigido por la ley, es defectuoso y por tanto produjo como consecuencia una condena no ajustada a las normas y criterios jurídicos válidos, siendo por lo tanto impugnable.
En este sentido, cobra vigencia la distinción entre enunciados fácticos y enunciados normativos. Los enunciados fácticos descansan sobre hechos que se someten a un escrutinio de veracidad o no, mientras que los enunciados normativos son proposiciones prescriptivas emitidas por un operador jurídico que van a incidir en un razonamiento jurídico válido en la medida en que no sean contradictorios con otros enunciados normativos y que se encuentren motivados por la presencia de criterios de interpretación y justificación y que a su vez no sean contradictorios con enunciados normativos de rango superior.
Sobre los enunciados normativos, resulta entonces plausible el examen y control ex post sobre la racionalidad de la decisión y sobre lo correcto o no del argumento jurídico del juzgador, en el sentido de su validez al momento de la decisión fundada en cuanto a su solidez lógica (propia de toda argumentación racional), así como en relación a su justificación y la acertada elección de los criterios de interpretación jurídica.
Así, podemos colegir que la determinación judicial de la pena en la sentencia definitiva, como fruto de un ejercicio lógico de argumentación jurídica que es, puede y debe ser objeto de revisión sobre lo acertado de su construcción lógica y la solidez de los enunciados normativos que sirven de fundamento a la decisión jurisdiccional y en consecuencia, a la delimitación y precisión de la sanción penal.
La determinación judicial de la pena defectuosa puede ser objeto de un recurso de nulidad, ya sea como parte integrante de la sentencia y por lo tanto susceptible de revisión en su contenido jurídico total, o bien como ejercicio normativo propio, toda vez que la individualización del castigo penal, como hemos dicho, debe obedecer a un razonamiento que sea válido y por lo tanto, el razonamiento defectuoso debe ser susceptible de impugnar por los medios que franquee la ley, desde que no se puede sostener seriamente que la discrecionalidad sea sinónimo de irracionalidad.
Respecto al genuino sentido de la expresión errónea aplicación del derecho como objeto de impugnación por la vía de la nulidad del juicio oral y la sentencia, si entendemos el derecho penal como lo hace Mir Puig , es decir como un conjunto de normas, valoraciones y principios jurídicos que desvaloran y prohíben la comisión de delitos y asocian a éstos, como presupuesto, penas y/o medidas de seguridad, como consecuencia jurídica, entonces debemos colegir que necesariamente hay que comprender en la correcta aplicación del derecho penal todos los aspectos normativos que disponen la configuración de delitos y sus respectivas penas asociadas, contenidos en las diferentes leyes penales.
Es precisamente el derecho penal en su conjunto, en su aspecto material, el que orienta la decisión de los jueces al momento de determinar la pena aplicable al caso concreto.
Teniendo presente lo anterior y la situación innegable de que, a esta altura del desarrollo del campo jurídico-penal, resulta inescindible la práctica de los operadores de lo estrictamente teórico para un correcto entendimiento y estudio del sistema penal, es que tal como señala Zaffaroni , las decisiones judiciales, que también son actos de gobierno, deben ser racionales y éstas se deben sujetar a un sistema orientador que se construye en base a la interpretación correcta de las leyes penales.
El sistema orientador, como señala Zaffaroni, que se ofrece a los jueces, debe tener por objeto contener y reducir el poder punitivo y en este sentido el poder del que disponen los jueces es de contención y a veces de reducción.
Este sistema práctico de orientación normativa es el que resulta compatible y funcional con un estado democrático de derecho toda vez que, dejar incontinente el poder punitivo estatal es en el fondo dejar sin más la coerción pura, la fuerza de policía sobre los ciudadanos y significa dejar como meros dispositivos teóricos los principios limitadores del ius puniendi.
En este sentido, debemos entender este sistema orientador como una expresión concreta de los principios limitadores del ius puniendi, que son a su vez criterios para la legitimación del derecho penal, es decir aquellos principios que justamente propenden a garantizar y proteger a las personas y se dirigen al aseguramiento de la dignidad de los sujetos involucrados en un hecho de consecuencias penales. Asimismo, estos principios orientados al fortalecimiento de los derechos humanos, resultan de una relevancia crucial en tiempos donde el eficientismo parece campear sin contrapeso y en pos de aquella supuesta mayor eficiencia se sacrifican a menudo garantías y de debilitan los derechos de las personas.
Al menos, como señalan algunos, con los principios limitadores del ius puniendi se puede hablar de una legitimación provisional del derecho penal, a la espera de mejores alternativas .
Dentro de estos principios se encuentran los principios de legalidad, ultima ratio, protección de bienes jurídicos, lesividad y tutela de bienes jurídicos, proporcionalidad, culpabilidad, el principio de humanidad de las penas.
De los principios mencionados resulta fundamental el principio de legalidad por cuanto no sólo debemos entenderlo desde el punto de vista clásico de su formulación como “Nullum crimen sine lege”, sino desde luego, desde la perspectiva complementaria, esto es el “Nullum poena sine lege” y por tanto, si tenemos presente que los presupuestos de la responsabilidad penal y de la punibilidad deben estar dispuestos con anterioridad al hecho por una ley y de la misma forma las consecuencias jurídicas del hecho punible, pues bien resulta imposible conciliar este principio de rango constitucional con la eventual facultad del juez de decir sin más, cuál es la pena precisa a imponer en el caso concreto, aún situado dentro de un rango legal.
Sin duda estos principios que constituyen un límite al ius puniendi y que se desprenden de la Constitución Política de la República (que en su artículo 19 N° 3 consagra el principio de legalidad y de forma ambigua el principio de culpabilidad ), y de los Tratados Internacionales de Derechos Humanos de acuerdo a la norma constitucional del artículo 5° de la Carta Fundamental, además de la opinión prácticamente unánime de los tratadistas nacionales y extranjeros, conforman los criterios orientadores de carácter obligatorio para los jueces en materia penal, en consonancia con el estado de derecho democrático que la misma Constitución asegura y en consecuencia su trasgresión tiene tanta o mayor relevancia aún que la violación de la ley al momento de la dictación del fallo condenatorio, desde que los principios limitadores legitiman el uso de la misma ley penal en una democracia donde el derecho a la libertad es una garantía de primer orden.
En consecuencia, aparece del todo válida la impugnación de la sentencia disconforme con los principios referidos a través del recurso de nulidad fundamentado en la errónea aplicación del derecho que ha influido sustancialmente en lo dispositivo del fallo, desde que hace más gravoso y duro el castigo ejecutado por el poder estatal.

Excurso: una teoría adecuada para la determinación de la pena.
Conocidas son las deficiencias del sistema de penas chileno que se desprende del artículo 21 del Código Penal, en cuanto a la falta de rigurosidad en la conformación de un sistema normativo armónico de penas lo que se ve agravado con la proliferación de leyes penales especiales. Asimismo, es nefasta la existencia por un lado de penas privativas de corta duración que resultan altamente criminógenas y por otro lado la existencia de lapsos de penas privativas de libertad demasiado extensas como son las penas de presidio mayor, provocándose el problema (en relación al presente trabajo), de que el margen de decisión entregado al juez se sitúa en un espacio de tiempo demasiado amplio.
En el sistema chileno de determinación (relativa) de la pena , podemos distinguir el proceso de la determinación legal de la sanción penal que se encuentra regulado entre los artículos 50 a 61 del Código Penal donde influyen los siguientes elementos: la pena señalada por la ley al delito en abstracto, la etapa de desarrollo del delito y el grado de participación del condenado en el delito.
Por su parte, la individualización judicial de la pena que es la fijación por el juez de las consecuencias jurídicas de un delito, según la clase, gravedad y forma de ejecución de aquellas, escogiendo entre la pluralidad de posibilidades previstas legalmente , se encuentra regulada entre los artículos 62 a 73 del Código Penal.
En este punto es importante establecer un basamento teórico que nutra al sistema orientador y mediante el cual se pueda enfrentar la problemática de la determinación de la pena que, como hemos señalado, en el ordenamiento jurídico chileno presenta especiales dificultades sobre todo en aquellas penas privativas de libertad más extensas.
En la búsqueda de un sustrato teórico funcional a la problemática expuesta, resulta necesario observar lo que ocurre en otros lados en materia de determinación judicial de la pena. En Alemania, la jurisprudencia mayoritaria ha desarrollado un camino que se encuentra vinculado a los fines de la pena, ya que solo de este modo sería posible juzgar qué hechos son relevantes en el caso concreto, y como deben ser valorados. . En este sentido, fines de la pena y culpabilidad como límite y medida de la pena son los elementos centrales en la individualización judicial de la pena en la doctrina alemana.
A esta teoría se le denomina “teoría del ámbito de juego” (Spielraumtheorie), donde se sostiene que existen “fronteras fluidas” que expresan un marco penal determinado por la culpabilidad, es decir límites máximos y mínimos dentro de los cuales se puede mover el juez orientando su actuar a los fines legítimos de la pena, lo que establece entonces un claro límite, dado por la culpabilidad, a la actividad del juez.
Sin embargo, el referido constructo teórico, de conocida aceptación y reconocimiento por la doctrina, no soluciona el problema que se presenta frente a la tesis de la discrecionalidad del juez al momento de la determinación precisa de la pena y si bien existen otras teorías que pretenden solucionar esta cuestión precisa, como son la teoría de la pena puntual o la teoría del valor relativo , no exentas de objeciones y críticas dogmáticas, resulta más atingente al propósito de este trabajo la orientación de la determinación de la pena como una expresión o concretización de los fines de la pena en el sentido que el fin es el fundamento final de la determinación de pena y desde esa concepción, la individualización de la sanción penal es un fenómeno que depende del establecimiento previo de los fines ésta, de los cuales la individualización no sería sino su concreción en el caso particular.
No obstante y conscientes de las deficiencias de la referida doctrina, principalmente en relación a la objeción tradicional sobre la antinomia de los fines de la pena que torna incompatible su inclusión simultánea en la decisión definitiva, precisaremos el contenido de ésta a fin de otorgar un sustrato jurídico más adecuado a un sistema orientador que sirva de contención del ius puniendi y que valide la fijación de la pena por parte del juez y que a su vez sea impugnable.

IV. La determinación Judicial de la pena.
En materia de determinación judicial de la pena es preciso hacer algunos alcances. Como señaláramos más arriba, es preciso distinguir en el proceso determinativo de la sanción penal la fijación misma del marco penal de la concreción de dicho marco y en este sentido, como señala Mañalich al tratar las circunstancias modificatorias de responsabilidad penal en la determinación judicial de la pena , a partir del artículo 62 del Código Penal es posible distinguir entre normas que se refieren a la concreción legal de la pena, que permiten mantener o alterar la extensión de la pena asignada respectivamente en abstracto por el legislador, de aquellas que permiten al juez del caso concretar la pena aplicable al condenado conforme a un marco normativo establecido de forma más o menos rigurosa.
Para Mañalich, las circunstancias modificatorias de responsabilidad penal son indicadores cuantitativos del concreto grado de merecimiento y necesidad de pena de cara a determinadas particularidades del hecho delictivo juzgado, sin embargo no podemos dejar de precisar que también se consideran finalidades preventivas ajenas al hecho delictivo relacionadas con la conducta posterior del hechor y que expresan expectativas de comportamiento futuro del delincuente , como es el caso de la colaboración sustancial al esclarecimiento de los hechos o el caso del que pudiendo eludir la acción de la justicia se denuncia y confiesa.
En definitiva creemos que las circunstancias modificatorias son elementos que inciden cuantitativamente en la gravedad de la pena asignada pero que tienen el carácter de elementos accidentales del delito, relacionados con el merecimiento de pena que inciden en su mayor o menor gravedad definitiva, como consecuencia de circunstancias que aumentan o disminuyen la cantidad de injusto penal o bien la posibilidad de imputación personal, así como con necesidades preventivas relacionadas con el hechor.
En este punto, coincidimos con Mañalich en cuanto a que las circunstancias modificatorias de la responsabilidad criminal se ubican en la determinación del marco legal en tanto permiten alterar el marco abstracto definido por el legislador y en ese sentido operan una serie de normas contenidas en los artículos 65 y siguientes del Código Penal que reglan la forma de determinación del marco penal asignado al delito por parte de los jueces.
De esta forma, lo planteado por Mañalich acerca de la aplicación de la regla de valoración asimétrica de las circunstancias atenuantes en relación con la circunstancias agravantes como principio regulativo nos parece acertada sobre todo por la importante fundamentación teórica que ofrece el autor sobre la base de consideraciones exegéticas, normativo-sistemáticas e históricas, de manera tal que no cabe duda que la decisión de un juez en la determinación de la pena al ponderar las circunstancias atenuantes de responsabilidad penal de forma eminentemente discrecional efectuando un mero ejercicio aritmético bien puede ser impugnado mediante un recurso de nulidad por errónea aplicación del derecho que influye sustancialmente en lo dispositivo del fallo condenatorio, teniendo presente los argumentos que el autor dispone en su documento y que no reproducimos por la extensión del presente trabajo.
Respecto a este punto planteado por el autor, un último apunte es necesario efectuar y que dice relación con la diferenciación que hace sobre la base de la tesis del derecho de Dworkin entre el ejercicio de discrecionalidad en sentido fuerte y en sentido débil, en orden a que si el tribunal al momento de concretar o modificar el marco penal aplicable es inmune a una eventual impugnación a través de un recurso de nulidad, entonces estamos frente a un ejercicio de discreción en sentido fuerte, lo que se traduce en que el juez no podría equivocarse al dar o no lugar a la rebaja correspondiente. Por el contrario, si el juez está sometido a un estándar normativo aún siendo este en alguna manera indeterminado, entonces cabe hablar de un uso del término discreción en un sentido débil, esto se traduce en que las normas que debe aplicar el juez, en este caso, no se pueden aplicar mecánicamente sino que exigen discernimiento.
Esto nos parece plausible desde toda lógica en relación a lo planteado más arriba sobre la necesaria vinculación normativa del razonamiento jurídico en relación a los espacios de discreción y sobre todo teniendo en cuenta la especial relevancia de la labor jurisdiccional en materia penal.
Quizás, el aspecto que más controversia genera en materia de determinación de la pena exacta y la posibilidad de recurrir en contra de la decisión del juez, es el relativo a la aplicación del artículo 69 del Código Penal que se conoce como la mayor extensión del mal causado por el delito, principalmente por la vaguedad de la norma, por la inveterada reticencia sostenida por los Tribunales (salvo casos aislados), en orden a admitir su impugnación por la vía de la nulidad y por la incidencia notable que tiene, al menos formalmente, en el quantum preciso de la pena.
Sin duda al referirnos a la norma del artículo 69 del Código Penal nos encontramos de lleno en la concreción de la pena por el juez y por lo tanto nos enfrentamos a un mayor nivel de discrecionalidad que hace a algunos suponer que la interpretación de esta norma por el Tribunal al momento de concretar la pena está al margen de todo reproche jurídico por tratarse de una facultad privativa de los tribunales.
La mayor extensión del mal causado por el tipo penal que se aplica una vez fijado el marco legal de la pena asignada al delito de acuerdo a las normas de los artículos 65 a 68 bis del Código Penal se relaciona con ciertos parámetros normativos: el número y entidad de las circunstancias atenuantes y agravantes por un lado y la mayor o menor extensión del mal producido por el delito, por otro. En este último caso sobre “La mayor o menor extensión del mal” Van Weezel señala que este parámetro corresponde a tres criterios: a los resultados típicos no asociados por sí solos en el tipo a incrementos vinculantes de penalidad; a las repercusiones, que necesariamente serán extratípicas, derivadas de la tentativa y del delito frustrado; y a las demás repercusiones extratípicas del hecho, tanto en los delitos de resultado como en los de mera acción.
Van Weezel anota que el artículo 69 del Código, descrito se debe interpretar en clave preventiva, toda vez que una vez fijado el marco penal por el tribunal ya sea en el grado o grados de la penalidad aplicable conforme a las reglas legales y a los criterios de culpabilidad, que a juicio del autor descansan en este proceso de determinación de la pena en la estabilización de la norma infringida a costa del infractor, el no contemplar en la determinación del castigo el fin preventivo resulta “lisa y llanamente aberrante”.
En este sentido, coincidimos con Van Weezel y disentimos de Mañalich , por cuanto la norma del artículo 69 del Código Penal necesariamente debemos interpretarla en un sentido preventivo.
En efecto, una vez dispuesto por el Tribunal el marco penal determinado aplicable, en base a los parámetros legales preestablecidos por el legislador en consideración a criterios preventivo- generales asociados a la vigencia del ordenamiento jurídico y a la necesaria adherencia social a la norma, además del juicio de reproche vinculado a la culpabilidad y a la dimensión exacta de la pena asignada, solo resta, de acuerdo a los principios de humanidad de las penas, proporcionalidad y resocialización, interpretar conforme a un criterio preventivo especial positivo lo dispuesto en el mencionado artículo 69 del Código. Solo así, se logrará la adecuada coherencia entre los fines perseguidos por la pena dentro del ordenamiento jurídico chileno y equilibrar las funciones asignadas por el Legislador al castigo penal.
Lo anterior se ve reforzado por la norma de cesura del juicio contenida en el artículo 343 del Código Procesal Penal. En efecto, el legislador ha dispuesto que durante el juicio oral se produzca el debate y la prueba sobre la culpabilidad y participación del acusado en el hecho punible que conduzca a su absolución o bien a su condena, que de acuerdo al estándar del artículo 340 del Código, se debe producir mediante la adquisición del tribunal, más allá de toda duda razonable, de que realmente se hubiere cometido el hecho punible objeto de la acusación y que en él le hubiere correspondido al acusado una participación culpable y penada por la ley.
Es decir, el artículo 340 del Código Procesal Penal es el estándar de convicción del tribunal sobre la culpabilidad del acusado respecto del hecho punible sancionado legalmente, lo que en definitiva es la consagración legal del principio de culpabilidad en el ordenamiento jurídico chileno.
Pues bien, lograda que sea la convicción sobre la participación culpable del acusado, el legislador dispone que el Tribunal pronuncie su decisión de condena o absolución para acto seguido, en el caso de condena, proceder a resolver sobre las circunstancias modificatorias de responsabilidad penal en la misma oportunidad.
Lo anterior guarda relación con lo expuesto anteriormente sobre la calidad y naturaleza jurídica de las circunstancias modificatorias de responsabilidad criminal como elementos cuantitativos que inciden en el concreto grado de merecimiento y necesidad de pena en relación con el respectivo delito, además de las consideraciones preventivas ajenas al hecho delictivo.
El legislador, luego del proceso antes indicado, establece que tratándose de circunstancias ajenas al hecho punible, y los demás factores relevantes para la determinación y cumplimiento de la pena, el tribunal abrirá debate sobre tales circunstancias y factores. Añade la norma del artículo 343 del Código Procesal Penal en su parte final respecto de este ejercicio que para dichos efectos, el tribunal recibirá los antecedentes que hagan valer los intervinientes para fundamentar sus peticiones, dejando su resolución para la audiencia de lectura de sentencia.
Esta disposición legal, da cuenta en definitiva que la referida audiencia del artículo 343 del Código, tiene un sentido eminentemente preventivo especial positivo, ya que estando establecidos los límites de la pena por la culpabilidad corresponde ajustar la pena final a las consideraciones que apunten a la resocialización del acusado de acuerdo al sentido de humanidad de las penas que se desprende del artículo 1° de la Constitución que reconoce la dignidad inmanente de la persona sin distinción lo que por cierto se contrapone con una finalidad inocuizadora del castigo penal o meramente retributivo, además por cierto, del principio de proporcionalidad que debe servir como instrumento de mesura respecto de la excesiva duración de algunas penas .

V. La determinación judicial de la pena conforme a derecho
Debiendo entonces, interpretar la norma del artículo 69 del Código Penal conforme a un criterio preventivo, es necesario efectuar algunas precisiones que se deben tener en vista, a nuestro juicio, a fin de establecer la procedencia del recurso de nulidad por errónea aplicación del derecho en este punto.
La decisión de los jueces, como lo hemos dicho repetidamente, no puede ser concebida en un contexto de discrecionalidad en sentido fuerte, toda vez que existen parámetros normativos a los cuales debe necesariamente someterse y que son justamente los proporcionados por la propia norma del artículo 69 del Código Penal.
Por otro lado, de acuerdo a lo ya reseñado sobre la coherencia lógica y la validez de la argumentación jurídica es que resulta obligatorio para el juzgador tener presente la consistencia de los enunciados normativos contenidos en la sentencia penal con los enunciados de mayor jerarquía, además de justificarlos debidamente y de efectuar una interpretación jurídica correcta de manera que no se produzca una asimetría normativa y una resolución ajena a la lógica que torne inválido el razonamiento jurídico.
De esta manera, teniendo presente primeramente el principio “Nullum poena sine lege”, es que debemos entender que el artículo 69 ya referido, es una norma legal que debe ser interpretada armónicamente con las demás normas de determinación de pena, conforme a criterios sistémicos y racionales que permitan sustentar lógicamente la argumentación jurídica sostenida, quedando vedada la discrecionalidad en sentido fuerte, dado el principio constitucional de legalidad.
En segundo lugar, con la finalidad de llenar de contenido normativo el vocablo mal del mencionado artículo 69 del Código, es que resulta necesario tener en consideración el principio de protección de bienes jurídicos por parte del derecho penal, y en consecuencia, el juzgador debe efectuar un ejercicio sobre la lesividad mayor o menor del bien jurídico protegido pero ya no en un sentido del merecimiento y la reprochabilidad por al acto cometido, sino en clave preventiva, es decir teniendo en consideración de qué manera la mayor o menor lesividad del bien jurídico, que es posible acreditar, se traduce en la pena exacta teniendo como techo el marco legal establecido por la medida del ilícito y de la culpabilidad, siendo solo posible graduar por el juzgador hacia abajo en el tramo de la pena, como límite de la soberanía Estatal a favor del individuo.
Sobre este último punto y siguiendo la doctrina de Roxin, se sostiene que la medida de la pena adecuada a la culpabilidad impone un límite infranqueable a los fines de prevención especial o general, impide que consideraciones ajenas a la acción ilícita y a su reprochabilidad puedan fundar o integrar la respuesta penal del Estado, sin perjuicio de que tales consideraciones si pueden servir de base o fundamento para que el estado disminuya o incluso, si la ley lo previera, deje sin efecto la respuesta penal, pues ningún principio constitucional impide al estado autolimitar al mínimo su intervención.
La distinción entre la medida de la pena legal en relación a la culpabilidad y la determinación judicial en relación a los fines preventivos permite, entre otras cosas, establecer la debida proporcionalidad en la pena final en casos donde existen partícipes coautores, estableciendo las diferencias de cada situación y evitando establecer penas uniformes que provocan un sentimiento hondo de injusticia .
Además, de lo anterior, la diferencia indicada sirve de base para un sustento teórico firme para la concesión de beneficios contemplados en la ley 18.216 y la impugnabilidad mediante el recurso de nulidad por su no otorgamiento, ya que si bien estos beneficios se consideran como medidas de suspensión condicional de la ejecución de penas privativas de libertad que no constituyen penas autónomas diferentes a la prisión , es bien sabido que en el fondo se trata de una forma de cumplimiento de la pena que implica una restricción menos intensiva de algún bien juridico del condenado en razón de la procedencia de ciertos requisitos que no son más que criterios preventivos orientadores. En consecuencia, en la determinación de la pena concreta también procede que el juez establezca la modalidad de la pena a aplicar justamente en consideración a estos criterios preventivos.
La determinación judicial de la pena conforme a parámetros preventivos permite cuantificar racionalmente el mayor o menor mal producido por el delito, sea este en un delito de resultado o de mera acción o incluso de peligro.
En este sentido es que resulta del todo importante subrayar que el legislador al aludir al vocablo mal, lo hace como un criterio normativo y en ningún caso como un criterio moral o filosófico, toda vez que por disposición del principio de legalidad y la sólida distinción dogmática entre delito e infracción al orden moral, toda consideración que aluda a cuestiones de carácter moral y que no sea posible interpretar racionalmente de forma jurídica, carecen de relevancia al momento de definir el quantum de la pena.
Otro de los criterios normativos a tener en consideración para calcular la mayor o menor extensión del mal causado, dice relación con el número y entidad de las circunstancias atenuantes y agravantes, las que como hemos dicho ya se han tenido en consideración en la fijación del marco legal de la pena.
En este punto coincidimos con la doctrina que considera que la doble valoración de las circunstancias modificatorias en el contexto del artículo 69, violenta el principio ne bis in idem y no encontramos plausibilidad en aquella afirmación que estima que al ser dispuesta por la ley esta sobrevaloración judicial entonces ha sido pretendida o buscada por el legislador ; toda vez que las disposiciones normativas deben interpretarse de forma armónica y sistémica, siendo coherentes entre sí, por lo que existiendo un principio superior que impide la doble valoración que sanciona en exceso al condenado, contenido en el artículo 63 del Código Penal, como manifestación del principio constitucional de legalidad, no resulta atendible volver a considerar las circunstancias modificatorias para exasperar la pena, más aún cuando ya señalamos que no es posible ya efectuado el juicio de reprochabilidad por el ilícito y establecido por la culpabilidad el límite máximo de la pena, pasar por sobre ese límite.
Estimamos que la correcta interpretación del artículo 69 del Código Penal para precisar la pena final por el juez del hecho debe hacerse conforme a los criterios y reglas enunciadas, para de esa forma cumplir con el mandato legal de la fijación del castigo penal pero además con el deber de ajustar jurídicamente la pena asignada a los principios y valores que informan el derecho penal en un Estado de Derecho Democrático.

Conclusión:
La determinación de la pena final o concreta ya no puede seguir siendo una fase del proceso penal entregada a la discrecionalidad judicial y por consiguiente inimpugnable, por más que la jurisprudencia mayoritaria de los Tribunales y cierta doctrina sigan manteniendo dicha postura. Existen una serie de razones legales y teóricas que sustentan la posición en contrario, esto es que se trata de una fase donde el juez debe sujetarse en la mensura de la pena en concreto aplicable al condenado, a una serie de principios, reglas y nomas que constituyen un sistema orientador, del cual debe dar razón justificada y razonada en la sentencia.
Ante la necesidad de establecer un criterio para la determinación judicial de la pena, el que mejor se compadece con el principio de legalidad constitucional, con los principios limitadores del ius puniendi y con la necesaria humanidad y proporcionalidad de las penas que se desprende de la norma que consagra constitucionalmente la dignidad de la persona, es el criterio mediante el cual, una vez fijado el marco legal de la pena dado por el merecimiento del castigo producto del reproche de culpabilidad por la infracción de la norma, el juez debe proceder a su determinación exacta conforme a un criterio preventivo especial positivo que permita ajustar el quantum a la necesidad de reintegrar al condenado para la sociedad pudiendo entonces el sentenciador bajar el rigor punitivo dentro del lapso legal de la pena y no pudiendo en ningún caso sobrepasar el límite superior ya fijado por la medida de la culpabilidad.
Del razonamiento que conduce a la pena final, el juez debe dar cuenta en la sentencia definitiva, señalando las razones legales o doctrinales que sirvieron de fundamento para calificar jurídicamente las circunstancias.
Este razonamiento jurídico que se debe plasmar en el fallo es susceptible de errores tanto en la interpretación de las normas aplicables como en la sujeción correcta al sistema orientador, así como en la determinación misma del castigo penal y en consecuencia esta decisión puede ser impugnada por la vía del recurso de nulidad por errónea aplicación del derecho en el sentido amplio que el legislador le dio.
La influencia sustancial en lo dispositivo del fallo evidentemente se sustenta en la decisión que maximiza el rigor condenatorio que debe soportar el condenado.
Estimamos que, ya no es sostenible que los tribunales superiores de justicia rechacen los recursos de nulidad por errónea aplicación del derecho que persiguen objetar la decisión del juez del hecho sobre la determinación de la pena exacta, aduciendo que no existe error ni infracción al derecho por cuanto el juez tendría decisión soberana para establecer conforme a los criterios que estime prudentes el quantum del castigo penal.
La interposición de un recurso de nulidad por errónea aplicación del derecho, en relación con la determinación judicial de la pena, pueden llevar a que el tribunal ad quem, acogiendo el recurso declare la nulidad del juicio oral y la sentencia o bien anule solo esta última, así como también, de acuerdo a lo dispuesto en el artículo 385 del Código Procesal Penal, a que dicte una sentencia de remplazo en casos en que se impone una pena superior a la que legalmente corresponde, ajustándola a lo que en derecho corresponde.
En el caso propuesto en el trabajo la defensa del primer sujeto condenado debería ir de nulidad por errónea aplicación del derecho del artículo 373 letra b) del Código Procesal Penal, no solo por la procedencia y ponderación de las circunstancias modificatorias de responsabilidad penal que inciden en el cálculo erróneo del marco legal de la pena sino también como un acápite o punto distinto del anterior, por la extensión de la pena hasta el quantum de siete años con aplicación errónea del artículo 69 del Código Penal, toda vez que se toma en consideración un elemento extratípico, esto es el stress sicológico sufrido por un niño que se encontraba en el lugar de los hechos.
Este elemento que el sentenciador del ejemplo toma en consideración para ajustar la pena a la condena concreta referida, no se ajusta con el sistema orientador, que exige que el juez al momento de la determinación judicial de la pena tenga en consideración criterios preventivos en la interpretación de la norma del artículo 69 referido.
De esta forma y suponiendo que la determinación legal de la pena se encuentre correcta, el juez del hecho debe tener en consideración para efectos del artículo 69 del Código Penal como criterios preventivo-especiales la conducta intachable del condenado, la disposición a colaborar con la investigación aún cuando no hubiese sido considerada como circunstancia atenuante y desechar el elemento relacionado con la situación de stress postraumático indicado, toda vez que ya fue cubierta por la medición de la culpabilidad y los criterios preventivos generales que se encuentran ínsitos en la norma penal que establece el delito así como en la circunstancia agravante acogida.
Bien podría la defensa impetrar el recurso de nulidad con la finalidad que la pena se corrija por la vía del artículo 385 del Código Procesal Penal al mínimo del tramo, esto es la pena de 5 años y un día de presidio mayor en su grado mínimo, sin perjuicio de la rebaja procedente por una errónea aplicación del derecho en la aplicación de las circunstancias modificatorias de responsabilidad criminal.







.

miércoles, 4 de mayo de 2011

CONTROLES DE IDENTIDAD

Hace unas semanas leí en este mismo diario que Carabineros había efectuado un intenso operativo policial de prevención y control en la comuna que había dejado 22 detenidos luego de practicar en un fin de semana 306 controles preventivos, de los cuales 151 eran controles de identidad, lo que se enmarcó dentro de una campaña de incremento de la sensación de seguridad de la ciudadanía. Esta noticia y estas cifras me llamaron la atención y paso a explicar por qué.
En una sociedad como la nuestra donde los médicos y las autoridades profusamente nos llaman a prevenir la obesidad y el sedentarismo para evitar patologías, donde a través de los medios de comunicación se habla del uso del cinturón de seguridad para prevenir accidentes de tránsito o se hacen simulacros de evacuación para evitar riesgos por tsunami, parece lógico que se opere de esta misma forma en todos los ámbitos, incluido el ámbito de la seguridad pública, es decir de forma preventiva, prefiriendo “prevenir que curar”, como recuerda la criminóloga italiana Tamar Pitch en su libro “La Sociedad de la Prevención”. Sin embargo, debemos tener presente que en el ámbito de la seguridad y la delincuencia se presentan elementos completamente diferentes que debemos tener muy en cuenta para una legitimidad y eficacia del actuar policial.
Primero que todo debemos tener presente que un control de identidad es una detención en sentido material. En efecto, todo control de identidad que en la literatura especializada se denomina detención por averiguación de identidad, es una forma más de detención de acuerdo al concepto contenido en Tratados Internacionales de DDHH, toda vez que la persona controlada por la policía no puede desplazarse libremente hacia otro lugar mientras dura la diligencia efectuada por un agente del Estado. Por lo anterior, es que nuestro Código Procesal Penal estableció primero que todo que se tratara de casos fundados y luego exigió un elemento fáctico-jurídico para regular la procedencia del control policial: el indicio, es decir la situación que permita inferir la existencia de un delito y su conexión con el sujeto controlado.
El problema es que esta institución del control de identidad, que vino a superar el anacronismo de la detención por sospecha que obedecía a una política criminal de defensa social incoherente con un Estado de derecho democrático, desde su creación en 2000, ha sido modificada en 2002, 2004 y 2008, ampliando los plazos de control desde cuatro hasta 8 horas y ampliando sustantivamente las facultades de registro sobre personas, vestimentas y vehículos, además de permitir una serie de diligencias que se pueden llevar a efecto por la policía en el mismo lugar. Todo esto sin supervisión de un fiscal ni de un juez.
Este espacio de control de las personas a través de la detención por averiguación de identidad que ha sido sucesivamente modificado de acuerdo a cánones más laxos emparentados con una maximización del control preventivo y del eficientismo de la persecución penal versus una relativización de las garantías individuales, como se ha venido orientando la tendencia mundial en esta materia en los últimos veinte años, al final del día, puede desnaturalizarse y no obedecer a los elementos que se tuvo en vista para su creación.
La existencia de espacios de afectación de la libertad ambulatoria en materia penal debe estar estrictamente regulada y efectuarse solo como medida preventiva en casos necesarios, de manera que siempre esté conectada jurídica y fácticamente a la ocurrencia de delitos o a la probabilidad de que éstos ocurran y a la participación que le pueda caber a determinadas personas en los mismos. Estas acotaciones legales que si bien no deben afectar la labor policial cotidiana, deben estar destinadas a evitar cualquier interpretación meramente preventiva que lleve a controlar grupos de personas por su peligrosidad asignada o el riesgo que éstos signifiquen en sí mismos de acuerdo a rangos etarios, ocupaciones, modo de vestir, comportamiento, pertenencia a determinados niveles socioeconómicos, etc., justamente para mantener una coherencia entre estos dispositivos de control social con los principios y fundamentos de un Estado de Derecho democrático.
Es necesario brindar por el Estado un orden normativo a la percepción de desorden social por parte de la ciudadanía por lo que se hace necesario focalizar la labor policial sobre la criminalidad peligrosa y no sobre aquellos fenómenos de leve entidad, la mayoría de las veces ni siquiera delictivos en sentido estricto, como una forma de legitimar la acción policial misma, en el sentido que es un recurso limitado para garantizar el bien público de la seguridad de los ciudadanos, así se logrará una máxima eficacia en los controles de identidad, una mayor percepción de seguridad, una legitimación del uso de los recursos coactivos y un respeto incuestionable por los principios y garantías constitucionales.

domingo, 15 de agosto de 2010

DEL MIEDO AL DELITO

Esta semana se dieron a conocer los resultados de la Encuesta Paz Ciudadana- Adimark que reflejó un descenso de 4 puntos porcentuales en el temor a ser víctima de la delincuencia con respecto al mismo mes del año anterior, además de un leve descenso en el nivel de victimización. Tanto el Gobierno como la Alianza han salido exultantes señalando que esto es un éxito político rotundo y algunos observadores han indicado que este es el primer triunfo del mandato de Piñera, lo que por cierto ha sido rebatido por la Concertación señalando que hace falta más desarrollo y tiempo para hablar de un resultado positivo con estas cifras.
La verdad es que todos tienen algo de razón. Sin lugar a dudas estas cifras preliminares no tienen mayor relevancia si no se las analiza en un mayor plazo de manera que reflejen una tendencia, lo que parece obvio en estos temas y por otro lado, creo que efectivamente, este es un logro político del gobierno de Piñera y no podía ser de otra forma. Explicaré el por qué.
Hace tiempo que en el mundo y por cierto en Chile también, la centro- izquierda, el progresismo o como quiera llamársele, ha sucumbido ante el peligroso encanto del populismo punitivo proveniente desde Estados Unidos y que ya se encuentra propagado por el mundo entero, pero que es tan propio de la ideología de derecha, tanto de la derecha liberal como de la neo conservadora. Ocurrió con el PSOE cuando era oposición a Aznar y de forma dramática con Blair, donde el New Labour estableció una política criminal incluso más represiva que todo lo efectuado por la derecha cuando fue gobierno, como una lamentable réplica del fracaso del welfarsimo y la consecuente entronización del encierro masivo de las clases desposeídas como técnica de control y orden social.
En nuestro país, por solo mencionar dos ejemplos, el gobierno del Presidente Lagos promulgó en 2005 la ley 20.000, que sanciona el tráfico de drogas incorporando las técnicas propias de lo que se conoce como “derecho penal del enemigo”, vale decir anticipación de la tutela penal, disminución de garantías individuales, listas negras de abogados que defienden a personas imputadas de tráfico, penas inocuizadoras e inflación carcelaria, etc., todo tan lejos del debate actual que prevé cuotas de despenalización en esta materia. En el gobierno de la Presidenta Bachelet se promulgó la denominada “Agenda Corta Antidelincuencia”, que terminó por sepultar el espíritu de la obra más paradigmática en materia penal de todos los tiempos en nuestro país: el Código Procesal Penal, en base a un creciente y supuesto “sentimiento de inseguridad” en el país.
En tiempos donde el sistema penal se utiliza en la mayor parte del mundo occidental como control social de las clases marginadas y de los jóvenes, frente al colapso del estado social, el fin del trabajo estable y el desplome de los vínculos sociales producto del empoderamiento del gobierno neoliberal, el discurso de ley y orden resulta consustancial al ejercicio del poder, de manera tal que la sola enunciación de sus slogan básicos como: dureza con la delincuencia, cárcel, castigo y protección policial, provocan el efecto placebo de pacificación de la población y por añadidura atrae sus votos (votos de un padrón electoral cada vez más envejecido y en consecuencia más temeroso), con la nefasta consecuencia del debilitamiento de la democracia efectiva, el desplazamiento de grupos importantes de la población y el definitivo desequilibrio social sustentado en la coerción estatal.
El temor al delito que genera cada vez más políticas represivas y un hacinamiento carcelario vergonzoso en Chile, tiene como sustrato fáctico un incremento de los delitos “de la calle” que se encuentra íntimamente relacionado con el crecimiento económico del país, pero se construye finalmente, en aquella compleja interpretación que nace de la interacción del discurso político con el de los medios de comunicación, logrando que el nivel efectivo de ocurrencia de delitos sea percibido por la población de forma distorsionada, lo que lleva a una sobrerreacción espontánea, histérica, que en definitiva es la que permite manejar la agenda político-criminal de la forma descrita.
Por eso, cuando los gobiernos progresistas, presos de un pragmatismo electoralista, adoptan el discurso punitivo y lo hacen suyo, pierden la posibilidad de transformar la respuesta al delito y dejan abierto el camino para que, quienes llevan desde siempre en su ADN el retribucionismo defensista, puedan exhibir sus mejores dotes en este arte abyecto del gobierno de la penalidad como lo nombra con todas sus letras el gran penalista italiano Pavarini. Aún, cuando la respuesta represiva nunca podrá ser una respuesta racional al delito, se profundiza en ella pues se supone, de acuerdo a las encuestas en nuestras “democracias de opinión”, que aquello es lo que la gente espera y en eso la derecha tiene todo por ganar.
Por eso, no es sorpresivo que haya disminuido el nivel de temor al delito en nuestro país y que esto en parte se lo atribuya el Gobierno, ya que ellos han prometido hacer lo que mejor hacen y eso la gente lo percibe, hay que recordar que cuando estamos en el plano de las meras subjetividades, alimentadas por discurso políticos, no es importante al final lo que ocurra, es decir, el nivel de delitos efectivos, sino lo que se dice con fuerza y lo que se promete con ganas.
Cuando el progresismo mundial entró en este juego partió perdiendo y hoy las consecuencias se notan en todas partes, aunque la elite política chilena progresista prácticamente no lo considere en sus discursos. Lo grave es que se apostó por un modelo que reformula un enfoque de hace dos siglos, lo que se comprende en la derecha pero resulta imperdonable para la izquierda, porque en definitiva se juega con el no retorno, con la renuncia a presentar una alternativa racional e inclusiva a un fenómeno social permanente como es la delincuencia, dejando actuar desde la intuición el acto de neutralizar a los otros, a los indeseados.

viernes, 23 de julio de 2010

En torno a los planteamientos de Donini, Hassemer y Zaffaroni sobre Derecho Penal Preventivo

Zaffaroni plantea que el derecho penal liberal se encuentra actualmente asediado por la eficacia preventiva y esto como consecuencia del embiste de la consigna antiliberal que postula que es necesario ceder garantías para aumentar la seguridad, lo que a su vez expresa la antinomia entre garantías y seguridad.
Esta pugna, de acuerdo a la tesis expuesta, vendría a ser una reformulación de la vieja reyerta entre el derecho penal liberal y el autoritarismo que emergió de manera brutal durante períodos extensos del siglo XX, y que si bien nadie hoy se atrevería a comparar en términos absolutos, si resulta útil a fin de demostrar que el derecho penal concebido como un conjunto de normas y principios destinados primeramente a limitar el ius puniendi y a garantizar los derechos fundamentales de los sujetos desviados así como a cautelar la paz social minimizando la inflicción del castigo del condenado en vez de maximizar la respuesta punitiva , siempre va a ser objeto de tensiones dado que en última instancia el sistema penal está estructurado para legitimar el poder político- económico y la moral social imperante .
De esta manera, en una sociedad como la nuestra, donde la existencia de numerosas nuevas fuentes, reales o imaginarias, de riegos más o menos directos para los ciudadanos ha provocado una institucionalización creciente de la inseguridad o la conformación de lo que se ha venido denominando una sociedad de “la inseguridad sentida” , tiene que crear correlativamente una forma en que el Estado enfrente dicho fenómeno que a esta altura ya tiene raíces profundas y la manera elegida es mediante la revalidación de la técnica decimonónica de poder soberano del Estado y de la estrategia contemporánea de la gubernamentalidad a través de la alianza entre el poder formal total y los controles diseminados en las diferentes subestructuras sociales que pretenden enfrentar el riesgo latente expresándose a través de la reformulación y reaparición del viejo concepto de la peligrosidad. Nuevamente sujetos peligrosos, como en los tiempos en que en el universo teórico del Derecho Penal y la Criminología campeaba el positivismo, constituyen un riesgo que debe ser detectado, enfrentado y anulado.
Zaffaroni nos señala que esta nueva pulsión antiliberal se produce como una cuestión casi pragmática invocando la eficacia preventiva. Es decir, amparado en una praxis indemostrable se conmina el Estado y a la sociedad a abocarse a la labor preventiva desde distintos discursos, uno preventivo general negativo dirigido al “público” y otro preventivo general positivo que se dirige a los juristas, lo cual a juicio del jurista argentino lleva a una doble falacia en el sentido de la inmoralidad de utilizar el ser humano como medio para disuadir la comisión de delitos y por otro lado la de que la propia “fidelidad” a la norma por el “hombre medio” se debe a su confianza precisamente en esa supuesta eficacia disuasiva del derecho penal lo que en definitiva es indemostrable e inexacto.
Pero quizás la mayor objeción que expone Zaffaroni al modelo preventivo es que la dicotomía entre las garantías y la seguridad que envuelve dicha racionalidad deviene en “un mayor arbitrio de las agencias estatales y menores espacios de libertad social” , además de estigmatizar aún más a los “otros”, a los excluidos del sistema social, propugnando en definitiva un derecho penal del enemigo donde el Estado se desentiende de la conflictividad social y sólo focaliza su preocupación en su propia credibilidad, es decir reforzando la tesis del Estado soberano como el agente máximo en la solución de los conflictos sociales echando mano al derecho penal respecto de los sospechosos y de los sujetos “asistémicos”.
Por su parte Donini nos plantea que el reproche al hecho ilícito se expresa en la pena como finalidad preventiva principalmente pero añadiendo que claramente no puede ser el objetivo primero de la política criminal la mera respuesta punitiva. En el sentido anterior, el autor plantea que el Estado debe actuar preventivamente pero mediante los instrumentos extrapenales con que cuenta y que sólo como última ratio se debe aplicar el derecho penal con sus penas preventivas. Asimismo el Estado que no es diligente en aplicar las políticas extrapenales en la prevención del ilícito penal no resulta inocente para reprochar luego la conducta al agente en materia de culpabilidad y en ese sentido solo legitima la pena y al derecho penal la actuación estatal previa al uso de la fuerza. En el sentido anterior resulta interesante la posición de Donini en cuanto a que el estudio del tipo penal no resulta idóneo para tener un acabado conocimiento de la cuestión penal sino que debe abocarse el estudioso del derecho penal a todas las respuestas diversas del Estado en la materia así como la relación de las estrategias sociales que emprende el Estado en relación con los delitos y su prevención.
Lo anterior refuerza las tesis dominantes hoy en día acerca de que la cuestión penal no se agota en el derecho penal, es decir en la pena y en la teoría del delito sino que es necesario estudiar las implicancias político criminales y criminológicas de los diferentes tipos penales así como el tratamiento preventivo de éstos. Es decir lo que se puede indicar como el sistema penal o el campo penal.
En este sentido la relación del ilícito con la pena y de ésta con el fin legitimador actual que la sustenta en un Estado social que sucede al estado liberal, resulta de primera importancia por cuanto la pena va a tener una imbricación notable en el progreso de la estructura social lo que evidencia las urgencias preventivas por cuanto se utiliza la herramienta de la prevención precisamente para evitar factores de riesgo que podrían lesionar bienes de carácter colectivo que resultan funcionales para el desarrollo social .
Es decir la emergencia de un derecho penal del riesgo orientado en definitiva a la eliminación de los factores de riesgo general que pudieran atentar contra la seguridad y en definitiva contra el dinamismo social y el progreso, se consolida.
Sin duda esto atenta contra los principios del derecho penal de ultima ratio, fragmentario y de acto provocando una reacción criminógena al expandir el derecho penal a zonas de riesgo que finalmente terminan siendo amenazas concretas a la paz social al producirse el etiquetamiento. Por eso Donini recalca que el derecho penal preventivo no es un factor de progreso como debería serlo ya que en vez de utilizar el instrumento punitivo excepcionalmente y al relativizar y flexibilizar la reacción penal se pretende orientar conductas a estándares aceptables de riesgo social lo que es meramente expansivo y de carácter desproporcionado.
Hassemer en una línea similar a las expuestas, nos plantea que una opinión pública amenazada por la violencia requiere cada vez más “ayuda” y “seguridad” del derecho penal y del derecho procesal penal . De esta manera se plantea por el autor la noción del “derecho penal eficiente”, es decir de un derecho penal enfocado más bien a la prevención y a la seguridad ciudadana que a los fines y enfoques tradicionales relacionados con la protección no solo de la sociedad sino también del sujeto que cometía el delito.
Se asimila de esta manera al derecho penal con cualquier otro tipo de política pública, sobrevalorando la eficiencia de éste y dejando de lado la tradicional desconfianza respecto de la idoneidad del derecho penal en la solución de los conflictos sociales a través de sus medios coactivos y esto se lleva a cabo mediante la laxitud y relajación de los principios limitadores y formativos del derecho penal tradicional, a saber el derecho penal sustentado en el acto, el principio de culpabilidad, la proporcionalidad del castigo penal, la fragmentariedad y la actividad de ultima ratio entre otros.
De esta manera sufrimos el rigor de un derecho penal entregado a los parámetros de eficiencia que requiere la modernidad tardía y que de acuerdo a los planteamientos de Hassemer se traducen en reducir al mínimo los presupuestos de la punibilidad mediante la amplia utilización de los delitos de peligro abstracto, facilitar los presupuestos de la imputación o agravar los medios de coacción.
Lo paradójico es que este derecho penal “eficiente” termina siendo todo lo contrario precisamente por la imposibilidad de cumplir estas nuevas funciones lo que redunda en un “déficit de ejecución” que es percibido negativamente por el público haciendo entrar al sistema penal en un círculo vicioso donde esta nueva insatisfacción conlleva el agravamiento de los mecanismos coercitivos y la utilización de efectos meramente simbólicos con el sentido de mantener políticamente el efecto ilusorio de celeridad y solución a los graves miedos y perturbaciones sociales.
Hassemer nos recuerda que esta tendencia del derecho penal produce una escasa ganancia y que los costos son altos ya que con el tiempo el derecho penal de esta naturaleza pierde su fuerza de convicción.
Que duda cabe que hoy día es este derecho penal preventivo, ajeno a las garantías tradicionales y enfocado en las necesidades sociales de seguridad que se han forjado en los últimos treinta años el que rige de manera clara y que es posible percibir desde distintos ámbitos del sistema de justicia penal. De esta manera se abandona el paradigma de la eficacia de los derechos fundamentales por la de una eficacia simbólica destinada a resguardar la cohesión sistémica de los procedimientos y sistemas sociales más que propender al orden y a la paz social.
Prueba de aquello, en nuestro derecho penal es la proliferación de tipos penales de peligro abstracto en todo orden de materias, la expansión de los criterios de aplicación del dolo eventual, la asimilación de las reglas de la imputación objetiva de manera laxa apoyada por la excesiva amplitud de la noción de autoría, entre otros elementos. Asimismo a nivel procesal las reglas de valoración de la prueba dan cuenta de una amplitud suficiente donde la apreciación mayormente libre o sustentada en una suerte de racionalidad o regla científica debatible resulta suficiente para lograr una convicción condenatoria sobre todo en delitos sexuales donde el criterio peligrosista está profundamente instalado desde la propia tipificación. En materia de Política Criminal resulta claro la adopción de las criminologías de la vida cotidiana y dentro de ella el uso de la prevención situacional provocando un control permanente y exhaustivo de las ciudades y barrios peligrosos o utilizando el fichaje de sujetos riesgosos lo que mediante su ubicación y monitoreo permitiría desalentar la comisión u ocurrencia de delitos.

INDEPENDENCIA E IMPARCIALIDAD DEL JUEZ DE GARANTÍA COMO DERECHO FUNDAMENTAL DE LAS PERSONAS (UNA VISIÓN DEL ACTUAL DEBATE POLÍTICO-MEDIÁTICO)

Una crispación mediático-política:

Hemos sido testigos en el último tiempo de una crítica aguda y permanente por parte de los medios de comunicación , de congresistas, de políticos de diverso origen, asociaciones de seguridad ciudadana, personeros de Gobierno, entre otros, sobre el comportamiento de los jueces de garantía en el desempeño de sus funciones como jueces principalmente relativas al estatuto de la prisión preventiva y el control de la legalidad de las detenciones por parte de la policía, señalándose por parte de estos críticos que los jueces se apartan del “sentir ciudadano” en la materia y no contribuyen a la política de seguridad ciudadana imperante en nuestro país y que por el contrario serían un factor de inseguridad para la población .
Tanta ha sido la repercusión política y el desarrollo que la prensa ha efectuado de estos temas que el Poder Judicial ha debido enfrentar las críticas tomando medidas respecto de los jueces que se apartan precisamente de la labor que “la ciudadanía” pretende de ellos y que se remiten a aplicar las normas vigentes en materia penal y procesal penal sin tener en cuenta estos factores extrajurídicos , como viene a ser precisamente la conmoción pública de alguna de sus decisiones. Todo lo anterior agudizado por un debate que apunta, dentro de una crítica generalizada, al sistema de calificación y ascenso dentro de la judicatura que según algunos sería poco transparente, anacrónico e ineficiente como herramienta de promoción de los jueces en su carrera y que permitiría el ascenso de estos jueces ajenos al “sentir común” no obstante sus desacertadas decisiones.
En medio de esta invectiva surge la plausible inquietud acerca de la independencia de los jueces al momento de fallar, cuestión que si bien los detractores del actuar de ciertos jueces “garantistas” se apresuran en defender y dejar fuera de su diatriba, no es menos cierto que todo este “debate” pone en entredicho dicha independencia desde el momento en que los jueces se ven diariamente cuestionados por un discurso insuflado por los fines mediáticos y electorales, por las estrategias de diverso origen de quienes los propugnan en un escenario político-penal marcado por el “consenso” en la seguridad ciudadana como “único sentido” de la convivencia social en materia de seguridad pública, soslayando un debate de fondo sobre las causas de la delincuencia, su real dimensión y las políticas públicas y sociales necesarias para fomentar un estado inclusivo y capaz de prevenir los delitos y reinsertar al infractor .
En este sentido no podemos dejar de indicar que la crispación de los últimos meses a la que aludimos reviste un grado de peligrosidad inédita debido a que la actitud de la oposición política en la crítica contra los jueces resulta abiertamente peligrosa, en un panorama de crítica total e impenitente contra el Gobierno, por cuanto daña la actividad jurisdiccional dentro de una estrategia que persigue claramente el “desalojo” de la coalición gobernante. Por su parte el Gobierno, preso de su propia política en materia criminal y en un estado de cosas en materia política que no resiste más errores logísticos, no está en posición de defender las “instituciones” si estas no están en sintonía con el “sentido común popular”, aquel que es construido diariamente por la prensa nacional a través de imágenes y palabras que recrean un panorama aterrador en materia delincuencial , que no se condice con la realidad del país en el ámbito latinoamericano y con la tasa actual (post reforma procesal penal), de presos per cápita .

El Juez Penal debe ser Independiente:

Que duda cabe que la independencia de nuestros jueces es un factor clave de la consolidación de nuestro Estado de Derecho Democrático según se desprende de las mismas normas constitucionales , y que la de nuestros jueces penales, se torna piedra fundamental de la convivencia pacífica de los ciudadanos, donde el conocimiento por parte del individuo de que el juez que va a aplicar la fuerza legitimada por el mandato soberano se encuentra en un estado de deseable libertad respecto de los otros actores sociales relevantes, significa un factor de confianza en las instituciones del Estado y una garantía de juzgamiento que conlleva el acatamiento de las resoluciones judiciales y el desprecio de la autotutela .
Esta independencia del juez penal implica que la imparcialidad necesaria del magistrado para fallar y aplicar eventualmente medidas de coacción sobre las personas no debe verse afectada por la presión de los diversos grupos sociales movidos por sus particulares finalidades e ideologías, de manera que entre le juez y el conflicto que deba conocer y en definitiva resolver existan las menores injerencias de terceros que distorsionen la decisión.
Resulta notoriamente sabido que el juez al fallar siempre se va a ver afectado por elementos exógenos, desde que la personalidad de los individuos se organiza en un proceso adaptativo con su ambiente circundante y por lo tanto el medio actual en el que se desenvuelve un individuo tiene importancia evidente en su forma de actuar, pero otra cosa es que determinados grupos de la sociedad pretendan una injerencia particular en la decisión jurisdiccional coaccionando la actuación de los tribunales a fin de conseguir de ellos una forma de actuar que consideran adecuada en detrimento de la ley común y materialmente de otros grupos o personas.
Efectivamente eso es lo que se provoca cuando parlamentarios, políticos, líderes sociales, medios de comunicación, entre otros, dirigen un discurso desligitimador y descalificador sobre los jueces de garantía, haciendo creer a la población que estos jueces no están actuando conforme a la ley e incluso sugiriendo que están favoreciendo a los delincuentes.
Se construye ficticiamente una sensación de inseguridad colectiva (¿si no se confía en los jueces entonces en quién?), además de incorporar forzosamente un factor más que deben tener en cuenta los jueces al fallar, esto es la adecuación de lo resuelto al beneplácito popular (entiéndase mediático-político), favorecido si se quiere por esa suerte de deslegitimación original que pesa sobre el juez moderno desde que este no cuenta con la unción de la soberanía popular manifestada a través de las elecciones.
Se me podrá decir seguramente, que los jueces chilenos no son permeables ni influenciables frente a los avatares de la política nacional o a la línea editorial de los medios de comunicación, lo que si bien pongo en duda desde que se constata la magnitud del envión crítico, no resultaría muy atendible dicha objeción, sobre todo en relación a la prensa, donde si bien nadie puede discutir que una prensa libre e informando verazmente a las personas es una condición del estado democrático, su actuación claramente puede enfrentarse a la actividad jurisdiccional principalmente en relación a la divergencia semiótica de los discursos, lo cual ha sido reconocido como tal en España y Europa desde que se comprobó la enorme capacidad de los medios de comunicación para formar opinión respecto de los hechos sometidos al juicio de un tribunal y la debilidad, de hecho, de los instrumentos de que disponen los tribunales para establecer en la sociedad una verdad jurídica aceptable como definitiva, sobre todo cuando su decisión no coincide con la de los medios de comunicación. La posibilidad de conflicto surge fundamentalmente por las dificultades de los juristas para explicar a la opinión pública sus complicadas decisiones jurídicas”
Si bien, la relación entre la justicia penal y los medios de comunicación, como hemos referido, con frecuencia no ha sido buena , en especial cuando a los medios no les agrada una determinada resolución judicial, esta difícil relación alcanza una dimensión más peligrosa cuando se emparenta con una doctrina que concibe a la justicia penal divorciada de determinadas garantías procesales en el ámbito penal como es el caso preciso de nuestro país en la actualidad y donde personajes políticos toman dicho discurso y le añaden el elemento coactivo necesario para que la cuestión se torne peligrosa en el sentido que hemos expuesto.
Asimismo la falta de independencia del juez penal o incluso la posibilidad de esta ausencia resulta compleja para la posición del imputado y su defensor que en definitiva deben lidiar con un contexto de presión anexo donde el juez está en constante observación como en una suerte de panóptico mediático delirante, además del hecho de que en un escenario como este lo primero que desaparece es sin duda alguna el principio de inocencia, donde la prensa e incluso parlamentarios “fallan” en etapas primeras del proceso penal llevando adelante procesos paralelos donde reinan la discrecionalidad y las percepciones regidas por un código de la “verdad común”, en los cuales la honra o privacidad mancilladas en ningún caso son objeto de reparación.

Juez Imparcial y Debido Proceso:

En materia de proceso penal moderno se señala en Estados Unidos la contraposición de dos modelos, el modelo de control social del delito (crime control model) y el modelo del debido proceso (due process model) . En el primero se atribuye al proceso penal la lucha contra el delito como su finalidad más importante y por lo tanto opera con una presunción de culpabilidad del mero sospechoso o con un “concepto fáctico de culpabilidad”, que en definitiva se supeditan al fin del control. En el due process model, opera un concepto jurídico de culpabilidad y opera el principio de inocencia del acusado, es decir las garantías fundamentales que conocemos.
Si bien no se puede señalar que existan aplicaciones absolutas de los modelos indicados a nivel mundial, se señala que resulta imposible negar la existencia de fuertes tendencias a limitar los derechos fundamentales, que –de alguna manera- tienen al crime control model como punto de referencia y que además se ve a este modelo en el origen de la tesis que establece la igualdad jerárquica de los derechos fundamentales intangibles con el deber del Estado de garantizar una justicia eficiente, orientada a proteger la pretensión de seguridad de los ciudadanos.
Sin dejar de lado lo anterior, que retomaremos más adelante, es menester indicar que en nuestro ordenamiento jurídico y en materia de debido proceso la existencia de un juez imparcial es elemento innegable del debido proceso en materia penal, lo que a su vez constituye una garantía constitucionalmente consagrada y protegida. En efecto, el inciso primero del Artículo 1° del Código Procesal Penal situado dentro de los Principios Básicos, establece que “ninguna persona podrá ser condenada o penada, ni sometida a una de las medidas de seguridad establecidas en esta Código, sino en virtud de una sentencia fundada, dictada por un tribunal imparcial”. A su vez el artículo 19 N° 3, inciso V de la Constitución Política de la República dispone que “toda sentencia de un órgano que ejerza jurisdicción debe fundarse en un proceso previo legalmente tramitado. Corresponderá al legislador establecer siempre las garantías de un procedimiento y una investigación racionales y justos”.
En la actualidad queda meridianamente claro que cuando la Constitución se refiere a un procedimiento racional y justo se esta refiriendo al “debido proceso” , de raíz anglosajona (due process of law), ampliamente recogido por las declaraciones internacionales formuladas en materia de derechos fundamentales y que además debe estarse a la naturaleza del procedimiento para determinar si se cumple o no con las exigencia imperativa al legislador de cumplir con esta garantía.
Que duda cabe, que en materia penal adjetiva el legislador que reformó el estatuto procesal penal en nuestro país el año 2000, cumplió con la exigencia impuesta por la Constitución de establecer los elementos y requisitos de un debido proceso, entre los que se encuentra el derecho a un juez imparcial antes mencionado.
Así las cosas, si nosotros entendemos el vocablo imparcial de acuerdo a la acepción recogida por el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, en el sentido del que juzga o procede de manera que no existe designio anticipado o prevención a favor o en contra de alguien o algo, que permite juzgar o proceder con rectitud, no podemos sino entender que todas las presiones indicadas que tienden a crear en los jueces determinados designios previos o una disposición especial en torno a adscribir dentro de una doctrina particular una forma de resolver en materia penal en que se priorice unos fines respecto de otros bajo la amenaza de sanción, se está buscando llevar a los jueces al despeñadero de la parcialidad, la falta de neutralidad, a resolver sin la rectitud necesaria, en consecuencia a la adscripción de una determinada ideología en detrimento de la garantía fundamental para las personas de la imparcialidad que legitima el propio actuar de los tribunales.
Entonces, cuando un Juez de Garantía en cualquier lugar de la República, agobiado por las fuerzas vociferantes de los grupos que reclaman de ellos ante todo ser una herramienta del combate de la delincuencia que priorice los fines de control de la “criminalidad desbordada” en Chile por sobre las garantías de las personas (es decir de los delincuentes también), bajo amenaza de ser denostados públicamente e incluso ser sancionados disciplinariamente, dicta sentencia o resuelve -frente a las cámaras de televisión que editarán su resolución y la presentarán en el noticiario central de cualquier canal de televisión regional o nacional- de acuerdo con esas presiones, soslayando los derechos fundamentales, deja de ser imparcial para transformarse en un juez coaccionado afín a una doctrina y ajeno al Estado de Derecho Democrático.

El Debido Proceso y la imparcialidad e independencia del juez como un Derecho Humano:

Sin perjuicio de la norma constitucional referida, en nuestro sistema internacional de derechos humanos se ha consagrado expresamente la garantía del debido proceso y dentro de ella el derecho a ser juzgado por un juez imparcial e independiente. Así, la Declaración Universal de Derechos Humanos en su artículo 10 establece: “Toda persona tiene derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y con justicia por un tribunal independiente e imparcial, para la determinación de sus derechos y obligaciones o para el examen de cualquier acusación contra ella en materia penal”. Más cerca nuestro, dentro del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, el artículo 8.1 de la Convención Americana de Derechos Humanos, dispone: “Toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella, o para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter”.
Es decir el derecho de un imputado a ser juzgado por un juez imparcial y además independiente es una garantía reconocida ampliamente por los instrumentos internacionales sobre derechos humanos y ley vigente en nuestro país de acuerdo al artículo 5° de la Constitución Política de la República. De manera que propugnar solapadamente, de forma eufemística o a veces derechamente que los jueces de garantía con competencia en los penal adhieran al modelo del crime control model o a su variante de la seguridad ciudadana, es decir priorizando la lucha contra la delincuencia por sobre las garantías fundamentales es llamar al desconocimiento por parte de los jueces de estas normas internacionales supralegales que limitan y dirigen su acción de acuerdo a la norma constitucional del artículo 5° de la Constitución.
Aún más, la Corte Interamericana de Derechos Humanos en fallo contra el Estado de Chile de 22 de noviembre de 2005, en el denominado caso Palamara , establece en el punto N° 145: “La Corte considera que el derecho a ser juzgado por un juez o tribunal imparcial es una garantía fundamental del debido proceso. Es decir, se debe garantizar que el juez o tribunal en el ejercicio de su función como juzgador cuente con la mayor objetividad para enfrentar el juicio. Asimismo, la independencia del Poder Judicial frente a los demás poderes estatales es esencial para el ejercicio de la función judicial”.
Vale decir, la Corte deja asentado que el derecho a ser juzgado por un juez imparcial e independiente forman parte de la garantía del debido proceso y que es menester a la luz de este derecho fundamental que los tribunales de justicia tengan la mayor objetividad durante el juicio, o sea, en el marco del análisis que nos convoca, que los jueces estén lo más lejano posible de ideas o políticas que los impregnen de una subjetividad en el conocimiento y fallo de un caso, como sería el de considerar que deben actuar en función de la política de prevención y combate de la delincuencia con lo que es necesario proceder a la inocuización del delincuente y a la protección de la sociedad a través de la interpretación de mecanismos procesales como la prisión preventiva, la legalidad de las detenciones arbitrarias, la elasticidad del concepto de flagrancia, las exigencias probatorias mínimas de condena, etc., sin atender de manera prioritaria al estatuto de la presunción de inocencia, del principio de culpabilidad, del in dubbio pro reo, etc.
Aún más la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el fallo condenatorio referido, en los puntos 146 y 147 señala: “La imparcialidad del tribunal implica que sus integrantes no tengan un interés directo, una posición tomada, una preferencia por alguna de las partes y que no se encuentren involucrados en la controversia”. “El juez o tribunal debe separarse de una causa sometida a su conocimiento cuando exista algún motivo o duda que vaya en desmedro de la integridad del tribunal como un órgano imparcial. En aras de salvaguardar la administración de justicia se debe asegurar que el juez se encuentre libre de todo prejuicio y que no exista temor alguno que ponga en duda el ejercicio de las funciones jurisdiccionales”.
A la luz de lo transcrito, un juez de garantía u oral en lo penal que al fallar o resolver cualquier cuestión sometida a su conocimiento se encuentra temeroso de ser mal calificado, de ser mancillado por la prensa o en definitiva defenestrado en procedimientos sumarios a raíz del estado actual de las cosas tratados en el presente análisis, es un juez parcial no independiente y lo que evidentemente es más grave, el imputado o condenado sobre el cual recae su decisión jurisdiccional no tuvo un debido proceso. Es decir ese imputado o condenado es una persona cuyos derechos humanos están siendo violados por el Estado de Chile.

Conclusión:

La fuerte crítica de algunos sectores en contra de los jueces de garantía en el sentido que estos jueces son un factor de la supuesta inseguridad pública que vive el país y que los jueces deben avocarse primero al combate de la delincuencia que al resguardo de los derechos fundamentales de los intervinientes se enmarca dentro de una ideología funcionalista y de la efectividad de la política criminal cercana al modelo del crime control model que entiende que el proceso penal es un instrumento de la lucha contra la delincuencia para la cual el respeto a la principales garantías en materia procesal penal son un obstáculo más que un aspecto elemental para la correcta administración de la justicia penal en un estado de derecho democrático y donde al parecer todo lo que conlleve a una solución efectista e inmediata que otorgue una percepción de seguridad a los ciudadanos tiene un valor indiscutible y prioritario.
Más grave, como hemos señalado, es que esta crítica vaya acompañada de una real amenaza a la estabilidad de los jueces de garantía desde que estos están expuestos a una sanción administrativa por sus decisiones jurisdiccionales o derechamente se pide que sean despedidos por parte de miembros de otro Poder del Estado.
En una sociedad del siglo XXI, donde el tráfago de relaciones de todo tipo se ha hecho más complejo y en que las libertades se ven amenazada constantemente por los nuevos riesgos (reales o aparentes), con que debutó el nuevo siglo, la labor de los jueces en materia penal es evidentemente fundamental para asegurar una ponderación efectiva de las posiciones encontradas que forman parte de los conflictos que amenazan la convivencia pacífica de la sociedad con respeto de la garantías esenciales que principalmente están dispuestas para contener la violencia del Estado .
Ya lo decía Roxin , “El derecho procesal penal es el sismógrafo de la Constitución del Estado”, de manera que si no somos capaces de entender que al poner a los jueces de garantía en la intríngulis de tener que decidir si sujetarse al ordenamiento jurídico en el caso concreto o a las disposiciones extrajurídicas emanadas de la doctrina del crime control model imperante y convertirse en un agente de la reducción de la delincuencia, se está erosionando la independencia e imparcialidad de los jueces necesaria para que exista debido proceso y por lo tanto se respete la Constitución, el asunto va por un muy mal camino, por el de la distorsión de las instituciones que garantizan el Estado de Derecho y por el de la violación de los derechos humanos de las personas imputadas de un delito, práctica, la del irrespeto a los derechos humanos, despreciable y que tan profundamente marcó para siempre la historia reciente de este país.