viernes, 23 de julio de 2010

¿QUÉ HACER CON EL DELITO?

Definitivamente la cuestión del delito adquiere una dimensión cada vez más compleja y poderosa que forma parte de la cotidianeidad social gracias a la amplificación del fenómeno por los medios, planteando cada día nuevos dilemas que hace que los diferentes actores sociales se vayan preguntando en definitiva qué hacer con el delito?
En los recientes días tres hechos evidencian la complejidad del tema y dan algunas luces sobre la profundidad casi insondable de esta pregunta.
La semana pasada se informó por parte del Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Tratamiento del Delincuente (ILANUD), que Chile con 318 presos por cada 100.000 habitantes, es el país latinoamericano con la tasa más alta de encarcelados, seguido por Panamá con 275, lo que significa tres cosas evidentes: que la solución penal que se privilegia en Chile es la cárcel, que la puerta giratoria es una ficción política y que la sensación de inseguridad de la población es independiente del nivel de encarcelamiento de personas por parte del Estado. Tres conclusiones claras.
Por otro lado en Holanda anuncian que van a cerrar cerca de 8 cárceles por falta de presos lo que tiene preocupado a los sindicatos de trabajadores penitenciarios. Actualmente, uno de cada tres condenados holandeses no es llevado a la cárcel sino que debe realizar trabajo comunitario, por lo que el número de detenidos se redujo en un 20% los últimos cuatro años, lo que ha redundado en una baja notoria de la reincidencia. Alguien dirá: pero eso pasa en países como Holanda solamente. Sin embargo Bélgica con una tasa de encarcelamiento significativa para los estándares europeos, está viendo la posibilidad de mandar sus presos al país vecino, dada la situación de sus recintos penitenciarios.
Volviendo a nuestro país, una noticia ha sacudido a todos, la del niño etiquetado como “Cizarro”, el prototipo del delincuente infantil, refractario a toda norma, con una historia familiar deplorable, multireincidente, finalmente enviado a un psiquiátrico porque no puede ser enviado a la cárcel (pero de todas formas institucionalizado). ¿Qué hacer con el niño?: optar por los sistemas penales que encarcelan a los niños o seguir adelante con la inefable resocialización, aquella que no reintegra a nadie.
En síntesis, en una semana, vemos la cárcel como paradigma inamovible versus la solución penal alternativa y como corolario la delincuencia juvenil e infantil como nuevo “flagelo” (no obstante la excepcionalidad de estos casos), lo que nos demuestra que la cuestión criminal es de compleja entidad. ¿Qué hacer con el delito? Parece una pregunta sin solución, sin embargo debemos tener presente que cuando optamos por el modelo neoliberal y nos alcanzó la globalización, debimos percatarnos que esto no sólo implicaba mejores celulares ni la posibilidad de subirse a un avión y pasar las vacaciones en Brasil en vez de Tongoy, significaba también menos control social informal, mayor consumo, barrios impersonales, mayores brechas sociales, desigualdad y exclusión, más trabajo presencial de los jefes de hogar (es decir pasar todo el día en el trabajo), con la subsecuente desatención de los hijos, internet masivo y la brecha tecnológica- generacional, más bienes de consumo circulando en las calles, un mensaje mediático permanente de gratificación instantánea hacia los jóvenes etc., todo lo cual implica mayores probabilidades de generación de conductas desviadas, por lo que a esta altura debemos conformarnos con ese dato duro: el delito es parte nuestra, es un hecho social. El punto es cómo tratamos el fenómeno del delito. En el reverso de la misma moneda, la estrategia de segregación punitiva como respuesta asumida por los estados neoliberales es probadamente criminógena y subraya la exclusión, generando un círculo vicioso de insospechadas consecuencias, de manera que con tasas importantes de delitos en forma permanente y respuestas inadecuadas, la cuestión criminal en nuestro país se está transformando en una suerte de perorata, un diálogo de sordos, un discurso vacío pero funcional a la gestión del poder.

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